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La aurora en Nueva York fue blanca. No hubo celeste
en la ciudad.
Nueva York encerraba toda Europa, pero con su sentido cuáquero
del mundo,
nacida de las islas,
como hubiese navegado a través del Mar del Norte.
Encerraba vajilla inglesa, armaba puentes de hierro dos veces
más largos, barrios de Londres, niebla
del Riachuelo, con una voracidad cosmopolita como nunca se vio.
Pero fue blanca la aurora y oscura la ciudad
alzada
sobre un suelo de piedra, trescientos metros la cota
de sus torres,
un intento semasiográfico absoluto, cuerpos
que no se repetirán en la aurora.
Aulicino (Argentina, Buenos Aires, 1949)
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