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Si se vieron hasta peces en el cielo, ¿por qué
deberíamos dudar de la amplitud cósmica del
río? Lo vemos así, como de leche turbia,
y se nos hace que nada es más lejano
a la torpe pero suelta imaginación. El río
está sobre la tierra, el río canta de
hecho en la tierra un canto entero que no puede
llegar a los oídos en moléculas de
sonido sino en el murmullo indivisible y
pesado de un cuerpo que trata discretamente
de liberarse. Es un cello sordo. Es una cantiga
cuya música no tiene silencio. Es la materia
primitiva que se hamaca antes de estallar
y nada inconcluso hay en él, nada abierto ni
acogedor, aunque el agua se abra para que entre
la plomada, el cuerpo desnudo o los pensamientos
que caen como frutas oscuras, sin deshacer
la fuerte unidad de esa materia. Chozas entonces
y poblados y fábricas, depósitos y
solitarias casas tienden a agruparse y molestarse
en las orillas. Nunca tendrán la entereza del río.
Aulicino (Argentina, Buenos Aires, 1949)
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