El sagrado corazón
En la sala de techos altos y descascarados
del Hospital Israelita, mi abuela terminaba de morir.
La mayor parte del tiempo dormía como un bebé.
En su cuarto, cuando fueron apareciendo
los primeros síntomas, la miraba a ella
y luego el cuadro inmenso
del Sagrado Corazón de Jesús que estaba
en la cabecera de su cama, rodeado de santitos.
En medio de la sordidez del hospital y de ese cáncer
que la postraba, quería un poco de amparo,
ver ese corazón ofrecido chorreando una luz
que sus venas aceptaran mansamente
junto a las corrientes de morfina,
y no sólo su cuerpo de costado con la panza
hinchada y el cansancio que la tumbaba
como si estuviera tranquila. Viéndola así
recordé cuando iba a dormir a su casa,
y con la radio prendida que pasaba
de nueve a tres de la mañana
tangos y folclores, me contaba historias de santos populares.
Y de pronto, tirada ahí, casi nunca despierta,
parecía encarnar a la Difunta Correa secándose
en el desierto sanjuanino, siendo capaz de dar amor
incluso después de muerta, alimentando hasta la inconciencia
a ese tumor que bebía con suavidad del Sagrado Corazón
de mi abuela, hasta quedarse dormidos, uno
en brazos del otro, quién sabe si soñándose mutuamente.
Maver (Argentina, Buenos Aires, 1985)
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