Un amigo que escribe
Hace treinta años hablamos una tarde en la universidad, pero se pierde ese recuerdo, justo, ya encubierto por docenas de siestas similares y de noches hablando de literatura. Él tenía una biblioteca de poesía y prosa del presente, del país: en su pueblo interior había tenido una vida de libros y un par de años antes había desertado del estudio de la filosofía. En cada clase ahogábamos la risa al escuchar las tonterías de los profesores y a la noche tomábamos cerveza para discutir cada renglón, cada título encontrado en revistas imposibles o ediciones porteñas que un milagro nos había traído. Los dos escribíamos sobre todo poemas o fragmentos de futuras novelas sin futuro y pensábamos que al menos acá, en la provincia absurda que nos toca, cambiaríamos algo. Él tenía más claro su objetivo, estructuraba los versos en un estilo mental y no trataba de contar anécdotas. Un día entramos al diario local para escribir reseñas y sufrimos la nueva disciplina, él reemplazó su dosis semanal de fragmentos o versos por esa obligación. Nuestras lecturas teóricas avalaban el papel de la llamada crítica. De a poco yo fui escribiendo más y más poemas, y ensayos, y una maniática carrera de profesor me fue haciendo su presa. Me casé y ya nos vimos algo menos: él esperaba una visita mía como una conexión con cierto mundo que no le estaba destinado. Y no eran solamente los libros, la vida no los trae casi para nadie, sino también el amor y los hijos que no tuvo como los poemas que dejó de escribir. Teníamos veinte años de amistad, de leernos, aunque las últimas veces en que me escapé de la semana más habitual y nos tomamos varias cervezas, siempre el segundo vaso o el tercero le daban la razón para lamentarse o reclamarme mis ausencias y sus vacilaciones. Y sin pensarlo mucho fui dejando que se acumularan meses en el medio de nuestras ya reiterativas entrevistas. Hasta que me propuso un plan de libro colectivo, que él recopilaría con un farsante y que iba a contener epitafios de autores aún vivos y uno era yo. Le mandé entonces un simulacro de inscripción antigua: “Caminante o lector, decí mi nombre porque viví una vez y traté siempre de hacer lo mejor que podía, intenté escribir algo todas las semanas, y dejé hijos lindos que mejoran la apariencia del mundo y el carácter opaco del futuro”, o algo así. A él no le gustó, le parecía que no había hecho el esfuerzo necesario. Le contesté que mucho no me atrajo su propuesta antológica y necropolitana. “A vos nunca te interesa lo mío” –surgió el reclamo– y entonces me di cuenta que ya no éramos un libro para el otro y le respondí mal. Quizás hubiese debido entenderlo. Después de todo sin él no existirían mis primeros poemas y quizás el resto: si creciste en un barrio cualquiera, ¿quién te dice que serás un poeta?, ¿cómo saber si las cosas que hiciste valen algo o nada? La duda entre nosotros, los que fuimos alguna vez un deseo de escribir, es nuestra mejor definición, o casi. La otra es un viejo pecado, ahora virtud, una sobria soberbia. Ya pasaron como diez años más. Nos saludamos, o al menos yo lo saludo si él me esquiva, en algún esporádico evento, alguna presentación de libros. Me sorprende su rencor prolongado cuando evita decir mi nombre en sus informes planos de prensa. Pero vuelvo a saludarlo con un beso y en verdad le deseo paz y felicidad, él sigue siendo un chico en busca de arte y en su tiempo nada envejece y nada se recobra. Trato de retenerlo en los encuentros casuales, preguntarle lo que hace pero veo en su cara la impaciencia por irse, su anhelo de inventarse otro lugar donde no importa la literatura sino su afán. “¿Seguís dando talleres?” –le pregunto y llega otro y él se da vuelta, no dice una palabra más, y me deja clavado con mis libros, deriva como siempre por el lago del resto de su vida, lleva a bordo sus evasiones y las mías. Sólo espero que no sufra, que las musas protejan su inocencia sin objeto.
Mattoni (Argentina, Pcia. de Córdoba, 1969)
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