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Un día, hace muchos, muchos años, cuando yo era soldado, volviendo una mañana muy temprano de la letrina a las carpas, una mañana helada y de lluvia, encontré en ese camino de regreso, entre el barro, una piedra, un canto rodado de un rojo intenso. Temeroso y con culpa, porque así atravesé esa penosa experiencia de mi vida, lo guardé rápidamente en el bolsillo de mi pantalón, como un ladrón que esconde un diamante en un museo. Esa piedra me acompañó durante todo el día; yo la palpaba en el bolsillo, contra mi muslo, y la sentía como un amuleto, un signo rotundo de que yo estaba aún con vida, y conectado con un secreto. Esa piedra fue en ese momento, es y será, mi poema del día, mi pan. No dejé de tocarla ni un instante con ensayado disimulo, por terror a ser descubierto. Si la piedra estaba ahí, yo también seguiría ahí, vivo. Esa noche, en la oscuridad de la cuadra, muy tarde, durmiendo con otros doscientos muchachos de mi misma edad, con la ayuda de una pequeña linterna, puse la piedra bajo la almohada, en una bolsa que até a mi muñeca, por miedo a perderla, y me dormí apretando la piedra, el sueño, el poema, el miedo, el mañana.
Espel (Argentina, Buenos Aires, 1960)
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