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Foto del escritorBRUNCH

PAULA JIMÉNEZ ESPAÑA

El ascensor


En vez de ir a la playa o salir a la vereda a jugar con los otros chicos, yo prefería viajar con Silvia en el ascensor. A ella no le quedaba alternativa, ese era su trabajo durante los meses de veranos, cuando descansaba de la escuela secundaria. Su contrato como ascensorista duraba de diciembre a marzo, lo mismo que nuestras vacaciones familiares en Miramar. Ella era morocha, de pelo larguísimo, con ojos color miel y muy flaca. Cuando la acompañaba a buscar a un pasajero a un piso alto, Silvia me hablaba de sus novios, de sus amigas o de la ropa que se iba a poner esa noche en el baile. De vuelta, en cambio, manteníamos un silencio forzado por la presencia de los extraños. Yo, a penas si me aguantaba las ganas de seguir indagando sobre los detalles de esa vida espléndida que ella llevaba, en la que rugían las motos de muchachos hermosos enfundados en sus chombas Pingüi y sonaban canciones en inglés desde los parlantes de Opus o Torremolinos. En esos boliches, Silvia bailaba como loca en la pista, tomaba tragos en vasos altísimos y a veces – pero esto era un secreto – también fumaba. En más de una ocasión, alguna que otra persona de las que viajaban en ascensor me preguntó qué hacía yo ahí las tardes enteras, por qué no salía como los demás chicos. No sé qué les respondía, pero pensaba que para los grandes sería imposible entender el encanto de todo aquello y, además, yo no era como el resto de los chicos del Almar V. En Buenos Aires, no me la pasaba encerrada en un departamento, sino que vivía en una casa con un jardín grande donde jugaba por las mañanas antes de ir al colegio, así que para mí el sol o el aire libre, no resultaban una tentación. Podría haberlo resultado la playa, pero el ascensor era, sin duda, mucho más divertido que el mar. El mar era simple y estaba siempre; en cambio, ese cubículo enrejado tenía algo mágico y secreto, su botonera con teclas rojas y negras se parecía a la de las computadoras, es decir, a mi idea del futuro. Y el futuro era algo que también Silvia me traía junto con las noticias de un mundo que algún día creía que sería el mío, lleno de novios, maquillaje, tacos altos, horarios de trabajo. Muchos años después, más de veinte, fui a comprar algo a una farmacia de la peatonal de Miramar y me atendió ella. Estaba casi igual y llevaba puesto, como cuando era ascensorista, un guardapolvo. Una súbita alegría brotó, de pronto, entre las dos y nos abrazamos, pero la euforia duró unos instantes sin derivar en una conversación profunda como las que solíamos tener. Silvia me explicó que a los dueños de la farmacia no les gustaba que el personal hablara mucho con los clientes; ahora pienso que, aunque tal vez eso era cierto, fue su manera de evitarnos el mal trago de quedarnos calladas, la incomodidad de tener que retornar, infructuosamente, a una intimidad interrumpida en el año 82, el último verano en que el consorcio la contrató. La temporada siguiente, la del 83, me encontré con que el sistema manual del ascensor había sido remplazado por el automático y no se necesitaba a nadie en su comando. La busqué por Miramar, pregunté por ella, nadie tenía ningún dato. Y de golpe, añares después, estaba ahí, delante mío. Le pedí una Hepatalgina en tamaño chico, me la cobró y me saludó con un beso en la mejilla. Salí molesta, como mareada, y no quise nunca, en los años que siguieron, volver a entrar a esa farmacia. Quizás porque no hubiera querido que Silvia se fuera del Almar V. Para mí aquellos ascensores (hoy vetustos) quedaron ligados a su recuerdo y todavía me resulta una sofisticación pensar en que se pueden manejar solos, sin la ayuda de sus manos.


Jiménez España (Argentina, Buenos Aires, 1969)




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