Mientras tu padre comía los últimos choclos,
la línea Cero te llevaba hasta la casa.
Tu madre descansaba de haber lavado,
sin contrato social y con esmero,
una carne rasgada que ahora se nutría
con los últimos rescoldos de la aldea.
¿Por qué volvías?
Ella despertaba del largo sueño penúltimo
y, detrás de la puerta, preguntaba por el libro.
(¿Nuestra impaciencia no había despertado
al Leviatán qué nos tragó?
¿Qué escena repetíamos acá
mal muertos, despabilados?)
No te olvides del Libro, decía.
Como un bulbo cerrado,
incitada fl or palpitante,
bullicio retenido en los escombros
de la sintaxis, cambiaría el paisaje
al pasar las hojas de esta morada
donde las palabras que nos unen
son irrazonables.
Y qué otras ibas a ordenar
para no divulgar lo que veías:
qué otros cataclismos elegantes,
qué disimulo profundo de la lengua dejarías revivir
como huesos del animal que todavía te destruye.
Caramelo (Argentina, Pcia. de Buenos Aires, Junín)
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