Escribir, dejar de hacerlo
Ahí, un cuerpo esbelto desvaído, sin poesía.
En la otra parte, a su costado, una infancia trágica,
pero también el paraíso.
Dos cuerpos queridos en uno dividido
brutalmente. Exento uno de ansias
y de envidias. Uno en el borde de lo
oscuro, otro sin vida.
Aquél cuya memoria exalto
no es capaz de entender que puedan
sin cuerpos las almas revivir.
No expresan emociones
las sombras de los muertos.
Mas algo en la nada tienen.
Una infelicidad que los vacía.
Me recuerda hoy, al traerlo nuevamente a casa,
qué cosas excelsas de su vida aprendieron poetas
y suicidas. Él, que se enfangó en mil vicios.
Este, que imitar quiso en vida la vida
de los dioses, los que su carne, su sangre
y su palabra expusieron para llenar de acento
amargo un continente silencioso de poesía,
¿nunca supo cuál era la medida de su tiempo?
¿Por qué ya herido por la muerte abrazaba
a sus amigos, de los cuales sólo pena recibía?
¿No había fiebre, ardor de pecho, dolor
de vientre, neumonía?
Esto que digo lo supe desde mucho antes de oírlo
de su boca, lo juro. Pero él, que había escrito páginas
de intenso dolor frente a los padecimientos
originados por el habla, que afirmaba ser un ser
de pertinencia subterránea, que se consideraba
a sí mismo una especie de destructor cuya escritura
aumentaba la existencia, maestro de los límites
de la palabra, con su pensar obligaba a no pensar.
Decía: “mi no tiempo está próximo” y del otro exigía
una negación completa del lenguaje. “Vos escribí, que
la barbarie se instale en tu poesía. Es fácil y difícil”.
Lo he comprobado. Hay que intentar escribir
para dejar de hacerlo, reescribir el idioma, deshacer
lo hímnico, anudar los vocablos, armonía compositiva,
reiterativa, insistente.
¿Y qué se sostiene con tu palabra? La nada, no ser.
El adicto se sostiene en la nada. Ahí algo se tiene
y no se tiene.
Ananía (Argentina, Rosario, Pcia. De Santa Fe)
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