Donde corre la arena dentro del corazón
Yo nací con vosotras, incesantes arenas,
En un lugar donde los días tiende al sol
sus flores cenicientas, como si solo fueran recuerdo de algún sueño, la mirada de un tiempo guardado por congojas y fatigas,
que vuelve, largamente,
a repetir su inútil poderío.
Es la región mecida por llorosos derrumbes,
una llanura al sur,
bajo el triste sopor de lentísimos cielos.
Allí pasaron flotando las grandes estaciones:
los transidos inviernos por un halo de pálidas escarchas,
con los cardos errantes que alimentan las hogueras de junio
durante largas noches ataviadas de terror y leyenda;
y crueles, los estíos,
por siempre consagrados a una misma paciencia,
encienden unas hierbas, una extensión cansada de grises
matorrales,
toda la sed, la dura soledad de no alcanzar la dicha más
allá de su llanto.
Entre el amanecer y el pausado crepúsculo
Marchan los lentos hombres,
sentenciosos y graves,
al encuentro imposible de una época siempre demorada,
de una respuesta al débil trabajo de sus manos;
y vuelven silenciosos,
a sus tranquilos ritos alrededor del fuego,
contemplando a lo lejos un pasado,
una vana distancia tendida como el humo
sobre el picante
y agrio crepitar de los leños.
Pero no son los años los que dejan esos muros exangües
por donde asciende lenta la memoria.
Son unas y otras veces las sedientas manadas
o el rumor de los campos desvelados
por crecientes mareas,
Los que llegan precisos, hasta el infatigable recordar,
porque una vez se unieron, inseparablemente,
como el tiempo a la piel,
a las gastadas vidas, las bodas y los muertos.
En tanto levantáis,
insaciables arenas,
médanos fugitivos que cumplen en el viento
un sombrío destino,
una misión que sólo reconocen las ruinas
cuando al caer conquistan, en su más basto sueño.
Un poder semejante al que sostuvo
cada piedra en las piedras.
Nada valen, entonces, pobres a nuestro paso,
plegarias y conjuros,
mágicos sortilegios convocando al amparo
de los cielos,
murallas de indefensos tamariscos
que abandonan al sol
un áspero dominio de aridez y despojos.
Desmedida es la tierra que amó en sus duros
hijos hasta la destrucción,
hasta la sal paciente de su sangre,
más de ella aprendieron a contemplar la vida
a través de la muerte,
a saber , sin reposo, que aún no ha sido creado
aquello que
no pueden sobrellevar las almas de los hombres,
y comprender que el cielo y el infierno son
expiados aquí,
con opacas desdichas.
Si ellos se marchan hoy,
Si hoy sus pueblos emigran a lo largo de una
seca planicie
donde antaño crecieron junto a las mismas
casas,
con árboles, pesares y costumbres,
no es preciso volver a la vencida cabeza en
despedida
no es preciso dejar señales de sus pasos que
reciban después
sus propios pasos.
Ellos regresarán,
Porque así lo dispone un lamento de arena
que responde al
llamado natal de otras arenas,
allá
en el más abismado eco del corazón.
Orozco (Argentina, Pcia. de La Pampa, Toay,1920 - Buenos Aires,1999)
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