Algunos polacos nadan en un estanque. Nadan con circunspección, como quien ofrenda al sol su desnudez pálida pero con reticencia. A su alrededor la tierra es colorada, el campo verde y los árboles achaparrados y llenos de púas. Los polacos observan todo con desconfianza y una clara distancia. Ser polaco acá, en estos lugares, requiere de cierta distancia. Ser polaco resulta excéntrico para todos, menos para ellos que no saben ni pueden ser otra cosa. Chapotean en el agua, inocentes, mientras el estruendo de los obuses, los horrores de la guerra, los persiguen en sueños. Ahora los persigue una música insistente, una música que viene de un emparrado, y les llega por oleadas, en sordina. Poco a poco se acercan a la orilla del estanque, apoyan los brazos en el borde y observan, absortos, un mundo nuevo que se compone de siluetas borrosas en la sombra. Este es su hogar, ahora, hecho de ruinas invisibles y sonidos inescrutables. Gaya (Argentina, Pcia. de Buenos Aires, Ayacucho,1953)
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