59.
No puedo ver a través de los ojos de mi enemigo
y examinar la naturaleza real de ciertos eventos
considerados virtuosos por su desenlace. Quisiera,
aunque es mejor cuanto menos se diga, situarme
en el ángulo preciso y hurgar bajo el aura
paranormal del mito, adonde hay demasiado frío
como para argüir algo contraproducente, detenerme
y revelar su calaña: sus buenas acciones
obedecen a la suerte.
Su único mérito fue detectarla cerca.
Resistir su soporífero hedor de flor de ruda
de acuerdo a la estrategia establecida
para convertirse en cliente después
de persuadirla con sentidas confesiones
sobre su mala fortuna. Justo cuando la suerte
estaba por aquí, con el espacio suficiente para
ofrecer un beneficio, me distraje observando
la desmedida ambición de mi enemigo. No discuto
la repercusión de un ideal estético, para nada.
Pero supeditar nuestras acciones a la conquista
de alguno no me basta para hacer frente a ciertas
exigencias implícitas en la vida doméstica.
El pago de las cuentas no cede al armisticio.
Y, sin embargo, él solo suspira como un lagarto
después de haber mordido el ábaco, orondo.
Pero la suerte no merece todo el crédito.
Hay otros factores—fuera de la singular alineación
de los astros en su día natal.
Pensaba en el espacio donde las semillas parecen
alinearse por el cauce del surco sin calcular
los probables efectos de una ola de calor o la sequía.
En los amigos, si consiguen saltar diversos significados
después de considerar que todos representan solo un límite.
O en su mujer, quien no merece perderse en medio de
tantas confusiones cuando él la observa inquisitivo.
No por un error. Sino a través del miedo
de no encontrarla más allí.
En ocasiones convengo que la muerte debiera arrastrarlo
aun cuando no sea el momento. Y me afiebra la ansiedad
por patear su cráneo.
Partirle en dos el plexo y después
colocar una vela detrás de cada ojo.
Luego embozarlo con tal de ver cómo
se tuerce mientras asfixia lentamente.
En otras diseño diversas estrategias
y así perpetrar el crimen perfecto.
Pero cuando encuentro su rostro sobre
la superficie del espejo descubro que
tal asesinato es imposible. No por piedad.
O cierto grado de compasión.
Me resulta imprescindible mantenerlo vivo.
Son las 7 y 35.
Brinca velocísima la libre por el monte.
Los árboles adivinaron el eco
de una música decepcionante
si es que la traducimos al violín. Ahora él tendrá
que injertarse en el paisaje productivo
cargando al hombro su propia cárcel sin
abandonar la sonrisa negligente, tan necesaria
para volver al punto que le vise la mazmorra
después de recorrer un campo minado
por las dudas con el propósito
de rehacer todo lo que hicimos mal.
No es la historia.
Mañana le ocurrirá otra vez.
Me culpará.
Yo soy el enemigo.
Medo (Perú, Lima, 1965)
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