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Foto del escritorBRUNCH

MAURIZIO MEDO

59.

No puedo ver a través de los ojos de mi enemigo y examinar la naturaleza real de ciertos eventos considerados virtuosos por su desenlace. Quisiera, aunque es mejor cuanto menos se diga, situarme en el ángulo preciso y hurgar bajo el aura paranormal del mito, adonde hay demasiado frío como para argüir algo contraproducente, detenerme y revelar su calaña: sus buenas acciones obedecen a la suerte. Su único mérito fue detectarla cerca. Resistir su soporífero hedor de flor de ruda de acuerdo a la estrategia establecida para convertirse en cliente después de persuadirla con sentidas confesiones sobre su mala fortuna. Justo cuando la suerte estaba por aquí, con el espacio suficiente para ofrecer un beneficio, me distraje observando la desmedida ambición de mi enemigo. No discuto la repercusión de un ideal estético, para nada. Pero supeditar nuestras acciones a la conquista de alguno no me basta para hacer frente a ciertas exigencias implícitas en la vida doméstica. El pago de las cuentas no cede al armisticio. Y, sin embargo, él solo suspira como un lagarto después de haber mordido el ábaco, orondo.

Pero la suerte no merece todo el crédito.

Hay otros factores—fuera de la singular alineación de los astros en su día natal.

Pensaba en el espacio donde las semillas parecen alinearse por el cauce del surco sin calcular los probables efectos de una ola de calor o la sequía.

En los amigos, si consiguen saltar diversos significados después de considerar que todos representan solo un límite. O en su mujer, quien no merece perderse en medio de tantas confusiones cuando él la observa inquisitivo. No por un error. Sino a través del miedo de no encontrarla más allí.

En ocasiones convengo que la muerte debiera arrastrarlo aun cuando no sea el momento. Y me afiebra la ansiedad por patear su cráneo. Partirle en dos el plexo y después colocar una vela detrás de cada ojo. Luego embozarlo con tal de ver cómo se tuerce mientras asfixia lentamente.

En otras diseño diversas estrategias y así perpetrar el crimen perfecto. Pero cuando encuentro su rostro sobre la superficie del espejo descubro que tal asesinato es imposible. No por piedad. O cierto grado de compasión. Me resulta imprescindible mantenerlo vivo.

Son las 7 y 35. Brinca velocísima la libre por el monte. Los árboles adivinaron el eco de una música decepcionante si es que la traducimos al violín. Ahora él tendrá que injertarse en el paisaje productivo cargando al hombro su propia cárcel sin abandonar la sonrisa negligente, tan necesaria para volver al punto que le vise la mazmorra después de recorrer un campo minado por las dudas con el propósito de rehacer todo lo que hicimos mal.

No es la historia. Mañana le ocurrirá otra vez. Me culpará.

Yo soy el enemigo.


Medo (Perú, Lima, 1965)



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