Complicidad de la víctima
Besé la mano del guardián y lo ayudé a bruñir cerrojos con esa antigua habilidad que tengo para borrar innecesariamente toda huella de bien habida corrupción. Permití las tinieblas, rigores me tranquilizaron. Saludé agradecida al aumentado déspota y agité flores y banderas en honor de su rango de sembrador de oprobios para prójimos pero no –quizás– para mí. Odié a las otras víctimas en lugar de hermanarme y no quise saber qué sucedía en el vecino calabozo o tras los diarios, más allá del mar. Por eso me dejé vendar los ojos, sencilla y obediente. ¡Es tan dulce la vida sin saber! Acepté el castigo con hipocresía de estampa por si lo merecía mi inocencia y fui capaz de denunciar no al amo sino a la insensata esclava que desdeñaba protección y ley. Por pereza me dejé coronar de puños o serpientes y admira sin fisuras a ujieres y embalsamadores, el fascinante escaparate de los serios. No supe compartir el sufrimiento y orgullosa de su exclusividad inventé argucias contra la rebelión y jamás en sus aguas dudosas me metí. Fui custodia del fuego –a mucha honra– para pequeños meritorios y santones cubiertos de moscas. Juro que nunca vertí veneno en su sopa y en mis tiempos de bruja les alivié las llagas, favor que me pagaron con incendios pero yo perdoné porque ¡es humano quemar! La razón del verdugo justifiqué callando y otorgando y preferir durar decapitada que trascender a mi albedrío porque la libertad, ya sabéis, amenaza con alimañas de perdición como abismo a los pies de un paralítico. Dormí con la conciencia engrillada pero limpia ¿Qué culpa tiene una sombra? Quise investirme de prestigio ajeno y el sometimiento era vínculo, me contagiaba un solemne resplandor. Por eso permanezco fiel a iniquidades y censores. Al fin y al cabo me porté bien, supe negociar mi pálida y frágil sobrevivencia.
Walsh (Argentina, Pcia. de Buenos Aires, Ramos Mejía,1930 - Buenos Aires, 2011)
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