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  • Foto del escritorBRUNCH

MARÍA MORENO

El porvenir del socialismo


Mientras subía por las piernas de mi tío Merril

él no me dejaba llegar hasta el fondo.

“Estas son las llaves de la ciudad”, decía

colocando la mano en su abultada hilera de botones,

y cuando yo alcanzaba una de sus rodillas

me hacía rodar sobre la alfombra

cerrando sus robustas piernas de muchacho

para todo trabajo.

¿Comprendí entonces que me negaba

no la reservada flor masculina,

ni la fatal distancia de la sangre,

sino el bravo secreto del amor entre varones?

Merril acostumbraba a ganarse el sustento

entregando toallas a la puerta de los baños.

Muchos pasaban sin siquiera un saludo

como si la toalla estuviera suspendida en el aire,

pero a veces alguno se detenía

y lo miraba fijamente a los ojos.

Entonces la toalla se convertía en un arco iris

entre las manos de Merril y el cuerpo del muchacho,

y cuando éste se secaba, dejando la puerta entreabierta,

era un pedido angustioso y una promesa.

Para quitarme a Merril del pensamiento

mis padres quisieron ofrecerme una diadema,

muchachos en flor que no eran mi tío.

Me enviaron a Vicker Maxim’s

para que los viera.

El ir y venir de los cepillos metálicos

sobre las plataformas destinadas al armado diurno

de los barcos que usaríamos en la próxima guerra

levantaban una maleza de acero rizado,

y la presión y la tensión de su musculatura

en el esfuerzo de levantar la pala

hicieron que ningún otro fuera como Merril:

alto y hermoso, alegre y valiente,

un señor Venus aceitando trapajos.

Y cuando años más tarde en un cine de la calle 42

fui a ver El acorazado Potemkim

todos los trabajadores me parecieron Merril,

dioses barriobajeros con callos en las manos. (...)

Yo era muy joven entonces, muy pobrecita,

mi idea de virilidad eran sólo imágenes

de potencia acorralada en trajes victorianos

que la ropa de trabajo, en cambio,

dejaba adivinar mejor a una mirada virgen.

Lleven al socialismo

el trotar de Merril tras los muchachos de los baños

que aunque sin vocación domiciliaria

a menudo estaban picados por las chinches

en la respiración común de las chozas de Leeds.

Lleven al socialismo las bicicletas de rayos azules,

los carteles pintados y las canciones

y la euforia gay por morir primero

para congelar el final de Hollywood

en la memoria débil de los pueblos.

Un día, Merril se fue a vivir a Millthorpe

con un “profeta del mañana”

que le leía la Biblia mientras él pinchaba tocino

en el fuego de la chimenea

y cuando escuchó que Cristo

había pasado su última noche en Getsemani,

Merril preguntó: “¿Con quién?”.

En Millthorpe, mujeres acaloradas por los mitines

se desabrochaban el primer botón de la blusa

para discutir sobre sindicalismo y cría de cerdos,

sobre cómo liberar el pie del calzado ordinario

a través de frescas sandalias artesanales,

o si gardenias en los jarrones

riman con austeridad administrativa

cuando el socialismo es vida interior.

Una constelación de obreros manuales,

bellezas de garaje, operarios de las canteras,

facinerosos elegidos jocosamente

a través de los zapatones palurdos

que asomaban por las empalizadas de las letrinas

en los baños de la estación de ferrocarril,

afiladores de limas y choferes de grúa

jugaban en los salones guasos juegos de taller:

atarse, incendiarse los pies, empujarse desnudos a los jardines.

Muchos camaradas de lucha se encogían de hombros

cuando el amante de Merril decía:

“El futuro se esconde en este cuarto”. (...)


Lleven al socialismo

el significado de la palabra “esposos”

a través de estos dos hombres que durante años

solían despertar juntos rodeados de pimpollos

(la jardinería comercial había sido sólo una idea),

el chistoso muchacho de Sheffield

cuyo único arte había sido

colocar un empapelado gótico

en el salón de los visitantes extranjeros

y un pañuelo de madrás a modo de tapete

para cubrir la jaula de la urraca,

y el aristócrata soñador

que deseaba la vida dual y todas sus criaturas

absueltas para siempre en el estado soltero

y desnudas al sol sobre las piedras de Millthorpe,

los dos cosiendo uno junto al otro sobre un huevo

y corriendo de vez en cuando las sillas

para estirar la luz de la ventana

al ritmo justiciero del piano en la cocina.


Moreno (Argentina, Buenos Aires, 1947)










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