Diré tu infancia buena,
tus juegos junto al girasol,
tu herbario, tu traje del domingo
y las siestas de explorador en África.
Solo, siempre solo en tus juegos
descubriste que los ojos de un pez
eran como esa pesadilla donde corrías sin casa
bajo una turbia y amarilla luz de miedo.
Amabas los brotes de la higuera,
el agua de los pozos, la camisa del tío,
la cama como mapa dividido en provincias,
las tizas de colores, el trompo de hojalata.
Y en el cielo de las tarde nubladas
sorprendías naufragios de incendiados veleros,
bosques sombríos o montañas blandas
como belfos hinchados de caballos.
A veces te quedabas absorto en la ventana
mientras la lluvia caía tenaz en los mosaicos
ajedrezados del patio.
Después abrías el cofre donde guardabas
tu colección de botones y estampitas de santos.
No sabías que más allá del tesoro escondido,
y de los colmillos de elefantes en el fondo de un lago,
(más allá de África aún)
estaba un ángel triste preparando tu muerte.
Hernández ( Argentina, Pcia. de Tucumán, San Miguel de Tucumán, 1931- Buenos Aires, 2007)
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