En el último cuadro de Edward Hopper hay un cuarto vacío.
Salvo por dos paredes, bañadas por un sol invisible que asoma desde una ventana que sugiere el borroso follaje de un árbol más borroso todavía.
Las paredes comparten una esquina de sombra.
En ese cuadro, las personas no tardan en venir. Están por arrojar los sobres de la correspondencia bajo la puerta, están por tintinear las llaves en un bolsillo, están por hacer la mudanza o clausurar la casa.
De un momento a otro.
Pero nada se oye, ni las ramas del árbol que golpea los cristales de la ventana, el viento que agita las ramas.
Lo inminente es la conjetura
de lo que pasa ahora, sin nosotros: los que, parados fuera o dentro de la casa, dudamos un momento en entrar o salir nuevamente, por si olvidamos algo en un lugar que no se nos olvida.
Estamos con las llaves en la mano, mirando hacia el vacío. Estamos inmóviles, de pie, frente a la puerta que volveremos a abrir para cerrar de un momento a otro.
Varela (México, Ciudad de México, 1979)
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