I.
Entonces pienso en él y junto con pensar en él pienso en el hombre del sueño, el hombre que sí sabía qué era recomendable leer de esa biblioteca aplastante, el hombre que tenía un libro que no recuerdo y que no importa, para recomendarme y pienso en él, en el primer él que menciono porque estoy siendo ésta en la que a menudo se lo piensa, esta máquina de inventarlo que él nunca conocerá, que no podría conocer aun cuando leyera esto, él: un hombre que si quisiera recomendarme un libro sí acertaría con su recomendación, si yo le preguntara qué libro me recomendarías y de algún modo forzara el instante en que él tuviera que pensar ese “me”, que sería esa yo y entonces él tuviera que, por un instante, inventarme también y qué emoción sentiría en ese instante, después de su vacilación, cuando me respondiera a mí, a esa ella, ya entonces inventada, ya habiendo pasado nuestro nombre por él, por su boca hermosa y cálida y dolorosamente ajena, como una palabra pensada pasa imperceptiblemente por la boca y pasa por el oído aunque no sea pronunciada, recomendando esa lectura infalible, no porque el libro, lo que allí hubiera escrito, me fuera necesariamente inolvidable sino porque sería el libro que él habría elegido para su versión de mí, que entonces habría estado, de algún modo habría estado, en su pensamiento y luego la máquina de inventarlo querría deducir por qué me asocia a ese título, por qué a ese autor, qué libro habría elegido para mí si no se lo hubiera pedido, si ,en las discontinuidades de la rutina su pensamiento no pudiera hacer más que volver a mí, a inventarme una vez y otra y otra más.
Amadeo Calviño (Argentina, Buenos Aires)
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