PUSE a Scott a verse en el charco
de la Alberdi. Primero caminando,
luego detenido ahí, a fuerza de saber
mirarse, espejado y barroso. No vio
ninguna flor, en el fondo, ni río
de hechos infinitos. Estaba
en cambio Marta ahí, zigzagueante,
reflejada apenas, repartida en un cuerpo
que se volvía espirales, repartida en tres
vestidos floreados que luego dieron
a parar al tendal del patio de baldosas
de Scott, haciéndose casi fuego el patio,
haciéndose casi algo que se parecía
a una catedral milimétrica ardiendo y
a perfectísimos círculos dibujados
en una mano, se parecía. Sobre la catedral
luego llovía y la mano de Scott se mojaba
y los vestidos de Marta se humedecían y
florecían, espléndidos, bajo los tiempos
que ahí nacían, simultáneos, como el diluvio
en los jardines, como el agua que se esparcía
a grandes velocidades y nadie sabía decir,
ni yo que era el autor de estos fragmentos,
sabía decir. Yo que ahí actuaba de charco
a lo largo y ancho de la Alberdi
bajo los rojizos ciruelos y los fresnos.
Pantoja (Argentina, Pcia. de Córdoba, 1979)
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