Los propósitos son equívocos, sólo
el estar disponible cuenta. Cantar
es lo único que hay, lo que puede
hacerse para horadar los precarios
fondos de la mente. Nada nos vuelve
aún así, Dios ni animal ni mujer
ni formas inmortales o
transparentes. Desde la torre
el canto divisa pronto la inminencia
de su muerte. El que está ahí sueña
despierto en una navegación
de media tarde; deriva entre islas
sobre una casa que flota, desembarca
y se afianza a la madera para evitar
ser aniquilado demasiado pronto
en la revelación o el hundimiento.
En última instancia las palabras
aquí poco tienen que hacer, llevan
una carga atroz que expulsa al
cantor. La posteridad es
sólo entonces para unos pocos y
en todo caso consiste en una
desobediencia o un malentendido:
el que oye el canto reconoce
la impresión de un paisaje que
ha sido suyo pero ignora; un estupor
accesible sólo en circunstancias
donde lo que sucede jamás aseguraría
estar sucediendo ahora. Sólo
porque hay oscuridad el canto
nos envuelve, como si ofreciera
un cuerpo que en el fondo
precario de las cosas entregamos
al azar de unos sonidos que son
como esas flores abiertas
al sol de media tarde.
Pantoja (Argentina, Pcia. de Córdoba, 1979)
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