Lo despidieron en diciembre a Ortiz
y se fue al campo.
Como allá tenía tiempo, se levantaba tarde
y al sol del verano pastaba, con la lengua
seca y verde, mordiendo lo blando
y con los ojos vacíos, como si estudiara
desde un auto en la ruta una vaca a lo lejos.
Un poco de agua, dos vueltas cerca del camino,
y estaba hecho, listo para una explicación
racional de lo que le hace al cuerpo una palabra.
Frisón -pensaba-, lastre, yodo, latigazo,
azufre, azar, azul, y se perdía así
entre cada comida, como cualquier otra
cabeza de ganado que conoce un destino
diferente al suyo y no lo busca,
entregándose más bien a las cosas que pasan
de frente a la conciencia o por detrás.
Álvarez (Argentina, Pcia. de Buenos Aires, Gregorio de Laferrere, 1991)
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